POR J. ESTÉVEZ ARISTY / Adriana Green y el fraude de un concurso
POR J. ESTÉVEZ ARISTY
Da pena por el país, más que por ella, el drama económico por el que atraviesa en los actuales momentos la cantante dominicana Adriana Green.
Rompiendo corozos y moliendo vidrios, pero insuflada por una fe en Dios de hierro medieval, la voz más alta, melódica y afinada de la región Este participó con disciplina y entrega en la segunda temporada de The Voice Dominicana.
Ganar el primer lugar de dicho evento artístico dotado de un premio de un millón de pesos, fue y aún sigue siendo una hazaña de titanes.
No solamente hay que tener un corazón de roble, un pie resistente de caoba silvestre y una voz terrenal proveniente del reino de los cielos, sino recursos humanos y materiales para llegar a la final y lograr la codiciada estatuilla.
En el triunfo de Green hubo fe, amor, coraje, optimismo, entusiasmo, perseverancia, ansiedad, desvelo, descuido en el comer, apoyo, decepciones, caídas y vuelos, desafíos y vencimientos, humildad y grandeza.
También hubo esfuerzos materiales sobre humanos: cuando no el calzado, el vestido; cuando no el pintalabios, el maquillaje; cuando no las uñas, los cabellos; cuando no el transporte, el regreso y cuando no el ensayo, la tediosa participación en el evento de competencia artística.
Nada fácil en términos humanos, físicos, económicos, de tensión, de preocupación, cuidado de imagen, preservación y educación de la voz, búsqueda de apoyo y tiempo compartido con los atareos de familia y las designaciones de Jesús al Ministerio pastoral de Green.
A esto se añade la condición de mujer de la cantante romanense, en una sociedad donde todavía a la mujer se le hace más difícil escalar peldaños e imponer su talento e inteligencia.
Tómese en cuenta que todavía, a muchos años de historia republicana, no hemos tenido una presidente.
Lo decepcionante no solo ha venido en el incumplimiento de los organizadores del premio en cuanto al pago metálico y otros atractivos de promoción.
Lo duro es que esto pase ante la indiferencia del Estado y de las fuerzas económicas pujantes de la nación dominicana.
Inmediatamente Adriana Green ganó el intenso y extenso festival de la voz, la presidencia de La República Dominicana y el Ministerio de Cultura, juntos o separados, debieron felicitarla e invitarla a su(s) despacho (s).
De ahí debió salir Green con un apartamento, un buen vehículo de motor y unos chelitos superior al premio.
De ñapa, el Estado dominicano debió auspiciarle una producción discográfica con letras de los mejores compositores del mundo y promoverla a nivel mundial.
Los ayuntamientos y juntas distritales del Este y de otras regiones, estaban en el deber de homenajearla con estatuillas y pergaminos acompañados de un presente económico.
Jumbo, La Sirena y Plaza Lama, para solo citar tres casos, estarían llamados a resolver por tiempo indefinido el problema de ropa y comida de la gran voz triunfadora.
Los homenajes a la hazaña artística de esta mujer del Dios alto, merece reconocimientos por doquier y hasta cheques fijos de instituciones públicas y priva
das, empezando por el Central Romana LTD.
Da vergüenza que sea yo, un humilde poeta del Caribe, quien convoque a una jornada solidaria de unos mil dominicanos reunidos bajo la sombrilla de un aporte pírrico y solidario de mil pesos para recaudar un millón de pesos en favor de aquella voz deslumbrante e iluminada, de aquel corazón de agua de azúcar parda y de aquel ministerio de ayuda al necesitado a través de la palabra hecha fe y de tantas acciones materiales no divulgadas.
En un país de 12 millones de habitantes, mil solidarios de un aporte de unos mil pesos cada uno es paja de coco.
Aporto mi propuesta y como ejemplo a seguir ofrezco los primeros mil pesos. Ramón Moreta y Geovanny Medina, comunicadores de prestigio y de mi respeto, que se encarguen de captar los 999 solidarios restantes.
Es una propuesta que hago con el corazón lleno de frustración y lágrimas.
Pienso que tal y como dijo el protagonista de la novela El Otoño del patriarca del Nobel Gabriel García Márquez, nos encontramos, al igual que el Chile del dictador Augusto Pinochet, ante «un país de mierda».
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