POR J. ESTÉVEZ ARISTY / Un Ramón Leonardo para el Premio Nobel de la Paz

POR J. ESTÉVEZ ARISTY

    La lucha por las libertades democráticas durante la etapa de los 12 años tuvo muchos protagonistas y antagonistas.

    Este pueblo sin memoria y con historiadores que en una gran parte han perdido la memoria, no ha podido contabilizar todavía los desaparecidos y muertos de los   desgobiernos represivos de Don Elito Balaguer Ricardo.

    El sacrificio heroico de los que murieron por la libertad de expresión y en contra de la barbarie, así como aquellos que por suerte quedaron vivos sin escenarios para contarlo ni oídos nacionales para merecer sus hazañas, contiene un nombre que vale la pena destacar: Ramón Leonardo Blanco.

    El karateca cinturón negro de Santiago de los amnésicos caballeros, se jugó el pellejo para que ahora hablemos con tanta libertad tantas expresiones sin las cadenetas de la mordaza y sin los candados de la anarquía.

    Cuando Tribuna Democrática fue callada, en un acto tiránico del mismo diablo, un joven peludo y delgado salió a recorrer el país con una guitarra como fusil, a pedir sin pelos en la lengua y sin pulso tembloroso, que se abrieran las rejas de los presos políticos y que cesara la represión contra la disidencia a la ideología política única que se pretendía implantar sobre charcos de sangre joven.

   Ramón Leonardo lanza su voz melodiosa en protesta contra la intolerancia, en medio de un escenario de generales hijos de la gran puta, de un gobernante irritable y azaroso y bajo la mordaza y las directrices de un imperio determinante en aniquilar como si nada el fervor revolucionario de los jóvenes cabeza caliente y «que son la levadura, del pan que saldrá del horno con toda su sabrosura y que no les asustan las balas ni el ladrar de la jauría».

    Cuando al principal líder del país, José Francisco Peña Gómez, se le impidió hablar por Tribuna Democrática y al Tony Raful de «venga pueblo, venga gente», presentarlo, cuando matar a un joven era un ejercicio común de una policía gatillo alegre y la Banda colorá tocaba los instrumentos de la muerte de día y de noche, cuando la reelección balaguerista planteaba la cárcel, el destierro y la tortura como método represivo de su glaucoma política, un joven  desgarbado, con un afro de Angola tan gigante que afinaba su sencilla cara, acompañado de una guitarrita rebelde de seis cuerdas insurrectas, salió como un loco desmedido, pero desafiante, a cantar en todos los rincones del país que se abrieran las rejas, señor gobierno, que se detuvieran las balas asesinas del poder y que Francisco Alberto, caramba, «mi comandante te hiciste, te hiciste muerto en la sierra, que tú te has ido, no es cierto  ya estás viviendo en el pueblo».

   No le mataron, a pura chepa. Ramoncito, tan blanco de corazón como de alma, sufrió persecución, encarcelamientos, fichas políticas, espionajes, delaciones, infiltraciones en sus presentaciones, planes aniquilarlo, censuras constantes a sus discos, iras de los diablos prendidos en candela desde la arbitrariedad del uniforme militar y desde la intolerancia del «ciego asesino», que según el libro Elise, tentativa de un canto infinito de Denis Mota Álvarez, disimulaba su corazón de piedra prehistórica, poniendo a correr la especie de que le escribía, como si estuviera ajeno a la sangre joven que ordenaba derramar, «un poema a la lluvia».

    Si hoy hablamos todos con plena libertad coherencias e incoherencias, se lo debemos a la lucha y martirio de muchos, pero de manera preponderante a Ramón Leonardo Blanco.

    Una pregunta salta a la vista, ante la inversión de valores del momento: ¿por qué no mataron al rebelde de la calle El sol, si él cantaba ante revólveres represivos que le apuntaban a la cabeza o a la boca o, cuando no, directo al corazón?

   Él me confesó que sospechaba que la causa fue la amistad en la adolescencia que tuvo el posterior tirano Elito Balaguer con su laborioso padre, pero no, digo que no, «te equivocas Ramón, medio a medio, fue otra la causa».

     Pese a sus revólveres y pistolas, a sus granadas, bazucas y tanques de guerra, a sus generales de este diablo, a sus polis ejecutores, torturadores y opresores, a las bandas de los «ban, ban, ban, y muerto ese joven perro», hay asesinatos que el poder oscuro evita porque su ejecución provocaría su caída y la estampida de su cobarde prepotencia.

    La muerte del cantautor y declamador del Cibao, tan picante como las abejas de piedra de Salcedo, hubiese provocado una revolución espontánea armadora del vuelo de un avión secreto huyendo del país con el diablo Don Elito Balaguer en el primer asiento y sus generales granos duros detrás de éste, temblando de miedo como viles cobardes fuera del poder usurpado.

   Este país sin memoria, vestido hoy de olvido, indiferencias y papel de colmado, debería rendirle cultos de gratitud permanente al Serrat antillano y caribeño, capaz de en su mejor tiempo de lograr que desde la gran Chorra de Yuma hasta La cañada de Pedernales, se tararearan sus canciones como himnos nacionales escritos por revolucionarios poetas.

   Juntas de vecinos, Clubes Culturales y Deportivos, Escuelas primarias y liceos secundarios, universidades, sindicatos, alcaldías, iglesias y juntas de herejes, juntas distritales y hasta secciones y parajes, están en el deber, inspirados en la gratitud permanente, de reconocer al valiente mérito del autor de «Ahí van» y otorgarle un constante premio Soberano a la impronta de un hombre nacido para ser amado y venerado por su riesgoso heroísmo

    Ramón Leonardo grabó siete de mis composiciones en un álbum musical y tropical que titulamos como «Ramitas de Cundeamor».

    Por mi sugerencia grabó merengues típicos, una bachata y una salsa, rompiendo su tradición musical ante lo que definió la magia de mis letras.

     En el gobierno de la tarde de la emisora fm, La Z, Consuelo Despradel recomendaba al país escuchar a Juan Luis Guerra y a ese Ramón Leonardo de «Ramitas de Cundeamor», y eso fue mucho decir, porque la alusión envolvía mis humildes letras. ¡Qué inmerecida distinción, Dios mío!

    Cabe acotar que lo que más he disfrutado en la vida son mis amores breves, mis libros, mis hijos y mis 30 premios literarios. 

    Sin embargo, ningún honor se compara con esta producción discográfica en la voz de mi hermano cultural y personal Ramón Leonardo, sobretodo cuando lo vi presentarse junto a Sonia Silvestre y a Los guaraguaos de Venezuela, principiando su actuación con mi rítmica canción Mamá Negra.

    Si este país no fuera actualmente de agua de azúcar parda y de bagazos de caña blanda, ya lo hubiese propuesto como candidato a Premio Nobel de la Paz, tomando en cuenta su constante lucha por las libertades de nuestro continente y del mundo, aún hoy como lo hace diariamente a través de una plataforma digital donde luce setentón, canuco y con unos lentes gruesos salidos del fondo de dos botellas de vino de aquella edad media de banquetes y bebentinas.

   En definitiva y sin objeción alguna, Ramón Leonardo es un símbolo planetario de la paz, la libertad y la justicia del mundo que merece para este año 2023 un Premio Nobel de la Paz.

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