POR J. ESTÉVEZ ARISTY / El síndrome del pájaro bobo y el caso Turquía

La gente no piensa mucho en la concurrencia de los fenómenos naturales ni en lo mortal de los imprevistos desastres.

    Cuenta la Biblia que se abrieron las compuertas del cielo y un diluvio de 40 días y 40 noches acabó con toda la humanidad, exceptuando a Noé, a su familia y a un puñado de animales refugiados en un arca de buen tamaño.

   El agua del cielo y la de la tierra cuando desbordan sus límites, han derribado, a lo largo de la historia de la humanidad, estructuras que se consideraban seguras y a poblaciones que se creían intocables.

    Lo mismo ha pasado con los terremotos. Llegan de manera imprevista, derriban edificios y casas, sepultan vidas y siembran desolación en donde antes hubo distracción de su manada de pájaros bobos.

    La mayoría de los gobiernos tercermundistas no tienen planes de contingencia ante la aparición de los naturales desastres.

    Y en el caso de los terremotos, ante un planeta repleto de fallas tectónicas, el descuido resulta alarmante y hasta un crimen de lesa humanidad.

    Fijaos bien el caso de Turquía, víctima de un impune terremoto de magnitud 7.8, con múltiples réplicas, mientras la gente dormía un sueño profundo como pájaros bobos después de transcurrir algunas horas subsecuentes a las 6 de la tarde.

    El síndrome del pájaro bobo que afecta a América Latina no tiene madre ni punto de comparación. Es una manada de aves viviendo la vida chipi, sin un sentido de orientación y sin capacidad para sortear los peligros telúricos.

    Población y Estado viven su despreocupación ante la concurrencia de los desastres naturales, sin medidas previsibles para afrontarlos, como si estuvieran exentos a la tragedia caprichosa.

    Lo de Turquía, ni lo quiera Dios, le puede pasar a cualquier país por más bonito que sea. Ya se contabilizan en los momentos actuales 44 mil muertos, cifra lúgubre que no es paja de coco.

   En Chile hubo un terremoto en el 2009 de magnitud 9.5, justo el domingo 22 de mayo del 1960 y en Haití hubo otro el 12 de enero del 2010 de magnitud 5.8 dejando un saldo de 200 mil muertos y millares de heridos sin techos.

   Haití y Chile son como decir el vecino cercano y el vecino lejano de la República Dominicana.

   Es desagradable decirlo, es cierto, pero a cualquier nación le puede pasar, en el espacio de un parpadeo, un terremoto que atente contra su orden urbanístico y humano, desaparezca casas y edificios y muestre nuestro descuido preventivo entre millares de muertos y heridos sin auxilios.

   El quebrado espejo turco nos debe llamar la atención: Nula alarma sísmica, edificaciones mal construidas, pobres y muy deficientes unidades de rescate y cero presupuesto para afrontar adecuadamente las secuelas de aquel desastre mortal.

    En el seno de la ONU, se ha debido promover la necesaria y obligatoria solidaridad ante los países que elija el caprichoso y malvado terremoto, expresada dicha filantropía en un ecuménico y rápido auxilio ante el tambaleo de la tierra nerviosa, la que donde no derriba se abre y donde no se abre derriba, o hace al mismo tiempo ambas cosas, sin medir la indefensión de los niños ni la vulnerabilidad de los restantes componentes humanos.

   Las naciones latinoamericanas que han ido a Turquía a mostrar su brazo solidario se cuentan con los dedos de una mano y sobran dedos, tal vez porque no pueden mandar allá el equipo rescatista experimentado del que carecen.

   ¿Cuántos perros amaestrados para accionar ante desastres de la naturaleza de Turquía tienen República Dominicana y Haití?

     ¿Cuántos organismos rescatistas poseen con personal calificado para remover escombros y salvar vidas en aquellas horas críticas con gente bajo los pedazos de paredes y techos heridos y mal heridos?

    ¿Hay en ambos países sistemas de alarma sísmicas, herramientas y personal suficientes para accionar ante la falta de alimento y sed de vidas que ni siquiera pueden gritar?

   ¿Existe en las dos penínsulas caribeñas, Republica Dominicana y Haití, un anuncio televisivo y/o radial constante sobre lo que hay que hacer si llega de repente el negro fantasma de la catástrofe?

   ¿Están bien construidos y envarillados las casas y los edificios de blockes, arenas y cementos y existe o no una rigurosa supervisión de las construcciones públicas y privadas de ambas naciones?

   El gran terremoto social y gubernamental es responder a estas interrogantes con un preocupante «No, señores y señoras».

   Entre tanto, comemos, vestimos, caminamos, vamos de aquí para allá, aleteando y volando como pájaros bobos sin saber ni de brújulas ni puntos cardinales ni horizonte dónde ir.

   Que Dios nos coja confesados y, como decía mi difunto abuelo José Aristy Núñez, que «San Alejo aleje los terremotos de nuestra patria».

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