POR J. ESTÉVEZ ARISTY / El crimen de Orlando Jorge Mera y las recomendaciones de Juan Bosch
POR J. ESTÉVEZ ARISTY
El asesinato de cualquier persona, y que me disculpen los versados en el tema, es inevitable en la casi generalidad de los casos.
Hasta presidentes mundiales en pleno ejercicio, los de mayor seguridad su entorno, han sido sacados de circulación por la irrupción de una bala inoportuna. El último de la lista lo es Jovenel Moises, presidente haitiano ejecutado en su propia residencia.
Hasta la fecha, 46 presidentes, legítimos o no, han sido asesinados sin que se haya podido hacer algo para evitarlo y sin que sus servicios de seguridad hayan podido funcionar de la manera más adecuada posible.
Las excepciones, dentro de esos decesos provocados por el hombre, está en los asesinatos generados por el concurso de un pueblo irritado o por un golpe de Estado militar conspirativo.
En Estados Unidos, una de las naciones donde mejor funciona el servicio de seguridad presidencial, el presidente Abrahan Lincoln fue el primero en ser asesinado. Este político estadounidense, recibió un disparo en la parte trasera de su cabeza por John Wilkes Booth, justo el 14 de abril de 1865.
16 años después, el día 19 de septiembre de 1881, el presidente James A. Garfield fue asesinado por Charles J. Guiteau. Posteriormente, casi 20 años después de este asesinato, William Mckinley murió de gangrena a causa de los efectos secundarios, luego de ser tiroteado dos veces por León Czolgonz. Y el 22 de noviembre de 1963, en Dallas, Texas, John F. Kennedy, presumiblemente es asesinado sin obstáculos por el francotirador Lee Harvey de forma tan sencilla como pintar una pared silbando una canción popular.
En nuestro país, los presidentes Ramón Cáceres, Ulises Hereaux (Lilís) y Rafael Leónidas Trujillo, fueron asesinados por balas imprevisibles en el ejercicio de su mandato. En el caso de los dos últimos, hubo una justificación histórica.
Uno de los factores que determina el asesinato inevitable de grandes y pequeños, de negros, mulatos o blancos, de cualquier patricio o plebeyo, lo es la premeditación. A esta le sigue la asechanza, a diferencia de que ésta última sí se puede detectar con croquis psicológicos bien definidos y aplicados correctamente.
Sin embargo, el factor sorpresa siempre lleva las de ganar, incluso cuando en el Reino Unido se ha comprobado que la casi generalidad de las personas armadas no puede accionar sus armas defensivas para herir o matar a sus sorpresivos atacantes.
Pero en referencia al primer término, la premeditación, es preciso aclarar que ningún ser humano puede leer la mente del victimario en la que se incuba la planificación secreta de un crimen. Recordemos que hasta un Papa fue herido de gravedad por un infiltrado entre sus cristianos ovacionadores y nadie pudo evitar los disparos que casi le sacan del medio.
De modo que los hombres y prohombres se exponen a diario a los riesgos de una mente criminal que primero planifica, acecha, sorprende y sin más ni más hala el gatillo de forma imbécil, prehistórica e indolente.
La muerte deplorable y lamentable de Orlando Jorge Mera, ministro de Medio Ambiente de la República Dominicana, da la impresión de haber sido inevitable, pero no o tal vez sí.
A saber, el confeso asesino, Fausto de la Cruz Mota, era amigo de excesiva confianza del hijo del expresidente Jorge Blanco y ni el malogrado ministro ni nadie se imaginó nunca que esa muerte podría provenir de un litoral tan cercano y tan íntimamente ligado a la víctima desde la niñez hasta la desembocadura de la tragedia.
Los que claman el desarme total o parcial de pistolas, revólveres, rifles y ametralladoras para evitar los asesinatos ignoran que las armas blancas u otros medios utilizados por los homicidas, han causado, a lo largo de la historia, un montón de víctimas cuya contabilidad aterra.
El ser racional y ecuánime puede ser invadido de repente por una fuerza oscura que obnubila sus sentidos y lo convierte en un ser irracional.
En el municipio de La Romana, un colmadero mató a un cliente por una diferencia de 10 pesos, utilizando la punta de un machete afilado para atravesar el corazón del reclamante.
En otro suceso oriental, un hombre mató a otro al final de un juego de dominó, solo por diferencias en el puntaje conclusivo.
Por ello hay que pedir que Dios nos coja confesados, protección constante y que nos libre de todo mal en los riesgosos tramos de cada día.
A saber, y hablando de solo un medio utilizado para ejecutar a alguien cercano, la historia da cuenta que Tiberio Claudio, el famoso Rasputín –muerto dos veces, una por efecto del cianuro y la otra, por un disparo rematador–, Iósif Starling e incluso Yasser Arafat, según investigaciones posteriores en este último caso, murieron por envenenamiento de manos de personas muy cercanas a ellos.
El asunto se complica cuando se demuestra que estadísticamente las mujeres, incluyendo esposas y queridas, prefieren el veneno como una manera de salir de quien le profesa amor y le ha entregado su confianza plena.
Pero en una gran cantidad de asesinatos, fluye una figura jurídica que no ha sido tratada aún para estos casos específicos. El gran maestro Juan Bosch dio en la diana revelándola, un buen día, a todos sus militantes. Se trata del exceso de confianza, que genera el abuso de confianza y, en el caso que nos compete, la ejecución de un crimen imprevisto.
Bosch, el gran político orientador de América Latina, lo decía todo en la expresión «Aprendamos a desconfiar».
Y en esa tónica mi difunto abuelo, José Aristy, hermano de padre del escritor Ramón Marrero Aristy, me decía: «En la confianza es que está el peligro».
Lamentamos mucho la muerte de Orlando Jorge Mera, empero, producida por la irracionalidad maldita y horrorosa de su amigo íntimo, hecho ocurrido, si observamos, por un exceso de confianza del buen padre, amigo y hermano ante la malignidad y ambición de su asesino bipolar.
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