POR J. ESTÉVEZ ARISTY / Esta sociedad de las cosas chipis

POR J. ESTÉVEZ ARISTY    

  En estos últimos renglones de esta historia de la involución colectiva, el aislamiento es el símbolo distintivo de a una sociedad destripada por el libre mercado, las utopías derribadas y el reinado de las cosas chipis.

   El resultado es un ser apartado, silencioso, incapaz de sociabilizar, mirar el rostro del vecino y estrechar la mano del amigo, dejando de lado su vocación altruista, filantrópica y piadosa tan bien practicada por nuestros antepasados.

   Para responder a las exigencias del medio, el trabajador ata la prisa a sus faenas, se centra y se reconcentra en tener lo indispensable y darse algunos gustos en compensación a su monomio.

    El trabajo es la tabla para nadar solitario sobre un mar de artificiales bisuterías.

    El cálculo frío para responder a las exigencias del mercado, anquilosa a la mente moderna, perfora su sentido espiritual y derrota toda posibilidad de su tejido humano vinculante.

    Pronto el embarazo y los hijos se verán como obstáculo para el disfrute pleno de la vida postmoderna. Todo será opresión si obstaculiza el disfrute de las cosas, ese goce pleno de las chatarras comerciales y de la oferta de lo insulso.

    Cada día más, las iglesias fracasan, también las familias e instituciones de hermandad, porque una vez derribado el ser social, nadie necesitará de esos grupos para comprar bienes materiales o tomarse una Coca Cola, masticar un hot dog, un chimichurri o una hamburguesa doble.

    La autosuficiencia financiera crea los laboratorios de nuestra propia involución. Puedo comprar, es el eslogan, y por tanto puedo ser, lejos de la interferencia del otro.

   La mujer autosuficiente es atacada por el síndrome de la inutilidad varonil. Vivir sin necesidad del hombre es el esquema de su poder y de su éxito financiero. Es una especie de feminismo comercial que termina desconfiando en el hombre y minimizándole.

   La gente, atrapada entre la producción y el consumo, concibe ya a su cuerpo sin alma y duda de tener un espíritu invisible vinculado con un creador todopoderoso. El estómago, el olfato y los ojos ocupan el centro de todas las sensaciones. No es el fin de la historia. Es el desinterés por la historia. Nada importa el pasado y nada aporta el porvenir. Todo se trata del hoy y los novismos que ofrece el confort.

    Así las cosas, sólo ven y centran atención en las comodidades del Reino de este mundo, pagando el precio de una vida de mulos de mercados con orejeras que sólo ven lo que está al frente y no lo que convive al lado y un poco más arriba. El ser terrenal ya dejó de ser una metáfora celestial.

    El neoliberalismo no sólo incide en el terreno económico, sino en el humano, pero de la más descarnada manera.

    Esta sociedad de compra y venta, de trabajo y disfrute, de pago y consumo de comida rápida, no está acta para el amor, sino para el mal uso de las relaciones sentimentales. De ahí la arrogancia sexual y sus toleradas desproporciones. La red da cuenta de una mujer que se casó con un perro y de otra que, de paso, le dejó a un animal toda su fortuna.

    Esa y no otra es la sociedad que elige los peores gobiernos y cambia a los políticos humanistas por contables o economistas, de corazones piedra.

    Todo lo que atente contra el libertinaje, está desfasado y jode la vida like que tantos llevan sin culpas ni confesionarios.

    En ese camino sin final, cada día habrá menos sacerdotes, monjas, beatos, pastores, en fin, gente de ayuda y de corazón transparente.

    El Dios a seguir y buscar es el dinero, el auto de lujo, la buena casa, la ropa cara, la cirugía plástica, los productos para adelgazar, las finas lencerías, el zapato de mejor tacón, el pelo hindú, las uñas europeas, los mobiliarios de última generación, la apariencia sin límites y la engañosa felicidad exhibida a través de las redes del alba hasta altas horas de la noche.

   El hombre y la mujer de hoy desmienten la tesis del componente social, ese que necesita juntarse, según Sartre, para poder existir.

    La fragmentación humana atisbará su hecatombe. Estamos en la cima de la ola huracanada. Los suicidios aumentarán ante el vacío existencial que provocan los objetos sin vida y una sobreviva de distanciamientos constantes.

   Cada día veremos más divorcios y menos matrimonios. Más hombres y mujeres sin ganas de hacer el amor o más individuos buscando el auto placer por vías no muy convencionales.

   Para sustituir al hombre y la mujer en la cama, la sociedad moderna ya ha fabricado muñecas y muñecos de hule.

    Es la era de la extravagancia sexual. Sodoma y Gomorra más allá de sus desproporciones.

    Pero poco a poco la sociedad crea a un ser muy depresivo. Este, cuando entre en crisis, no tendrá espacio de disuasión no sólo porque vive su soledad en aislamiento total, sino porque no tuvo la oportunidad de formar un buen compañero, una buena amiga o un buen confidente, tan necesario en un momento de colapso.

    El que no esparce su solidaridad y su calor humano en el otro, termina en el lugar del repudio, del olvido y de la indiferencia que paga igual.

   Y para rematar, el auge de la delincuencia, producido por una sociedad cerrada y provocadora, nos empuja más a la encerrona y a ser hipersensibles a todo peligro del azar. Las estafas y abusos de confianza abundan, y nos vuelven misántropos. El otro nos puede arruinar y matar. No queremos a nadie en el entorno. Nos rije el egocentrismo y la desconfianza.

   El capital ha hecho del humano de hoy a un ente antisocial con cabeza de estaño, extremidades de alambre y tronco de papel maché. Simulamos al humano en su peor versión. Ha fracasado el Estado sensible, el sistema educativo moral, las religiones amorosas, el arte sublime y hasta la utilidad poética.

   Estamos ante un sistema monstruoso que terminará, más temprano que tarde, comiendo de su propio cuerpo y haciendo té de sus propios huesos.

  El despertar de una conciencia resistente, revolucionaria y a contra corriente habrá de surgir como farola salvadora.

  De lo contrario vamos hacia una ruina espiritual y moral que en su peor deterioro verá a Dios solo como un demente cósmico, un entrometido universal, un absurdo celeste y un eterno tirano a quien hay que enterrar en el patio de aquella casa común, repleta de tantas basuras que el mercado procesó de la materia prima de sus propias mierdas.

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