POR J. ESTÉVEZ ARISTY / José López Larache: Es médico, aunque primero, poeta

POR J.ESTÉVEZ ARISTY

     Ha rebasado la línea de los 60 y parece siempre un niño. Ha crecido tanto que su virtud tapa al sol y rasga a las estrellas con su barba toda nieve.

     Sí, pero no. Su corazón sigue siendo la propuesta de un niño ingenuo quien tiene como diaria ocupación saltar de la agonía a la vida y del rebelde decreto mortuorio a la extensión medicinal del latido y del suspiro.

   Es médico, aunque primero, poeta. Dotado de una extrema sensibilidad humana, ama a un novillo, a un perro o a un libro con la misma intensidad que ama a un ser humano.

     En medio de la pandemia Made in China, donde un virus invisible doblegó a todo el armamentismo del mundo, fue fiel a su juramento hipocrático y no renegó a su estirpe de luna nueva decorada con una luminosidad divina.

    Amenazado por el contagio, estuvo en la zona de fuego, dirigió un hospital, extralimitó su desvelo, desarticuló al invasivo sueño, nunca cabeceó cansancio ni durmió con los ojos abiertos y se mantuvo en vilo desafiando con su corazón filántropo las peores intenciones de la muerte.

   No solo salvó vidas sino que revolucionó fórmulas para apabullar a los sepelios.

   Su grandeza radica en que vio la deserción de galenos y enfermeras, huyendo despavoridos de la fatalidad noticiosa y nunca se detuvo a externar una crítica.

   Y es que su función no fue ni es otra que centrarse en el enfermo manteniendo el optimismo hasta en contra de la tiránica desesperanza de éste y de sus familiares.

   Lleva la receta médica hasta la imposibilidad del cálculo, innovando con tacto divino donde la ciencia ha colgado sus guantes.

   Es poeta de corazón de agua dulce y de abrazos de azúcar parda. Es hombre de gestos de atlas y de fisonomía de estrellas sublimes.

   Su patria chica es el batey y su tierra amplia el servicio desmedido, incondicional, atemporal y noble.

    A nadie dice que es médico de obispos, presidentes y generales porque ha sido de los ateos, los hijos de Machepa y los de rangos miseriosos, en el momento en que acuchilla la muerte los frágiles tejidos de la vida.

   ¿Dios lo ha puesto en medio de nosotros para revelar en un hospital el servicial milagro de su ingeniosidad impoluta?

   A nadie contabiliza las vidas que ha salvado porque el más importante y memorable de sus pacientes es el que ingresa hoy y el que sale mañana con o sin ninguna gratitud, pero sano como un junco nuevo sonriendo de nuevo a la vida.

   Ha sido elogiado a las fuerzas porque no le interesan los elogios. La gratitud no la exige porque su apostolado es servir sin ver el color de los rostros ni la procedencia del quejido ni la estirpe de las vanas monedas.

   Apasionado al deporte Polo, pero montado al pelo sobre el caballo del tiempo, su mayor presea es cabalgar en secreto sobre el lomo de su indomable humildad como un jinete altruista que persigue la sonrisa del mundo.

   No pudo asistir al sepelio del humilde Alcimé, herrero de la honradez, abuelo de los sin abuelo, bateyero de un machete cuyo filo al tocarlo soltaba en pedazos la tierna ilusión infantil.

    Y armó desde el extranjero un velatorio nostálgico y evocativo al viejo hombre del batey lagrimeando las metáforas en un poema antológico.

   Su libro Rotura del silencio, editado por Santuario de Isael y Oneida, fue el receptáculo de aquel velatorio en versos.

   Alcimé no muere el día de su sepelio como creyeron sus dolientes. El poema del baldo oriental lo resucita siempre y lo devuelve a la vida con el medicamento eterno para curar la viral desmemoria: la palabra escrita.

   Este poema propio de una antología ecuménica obligó al historiador oriental Don Alfonso Trinidad a tramar y publicar un libro sobre el fuero de su gran trascendencia.

    Y no era para menos. Ese poema que doblega y conmociona, visión cósmica de la muerte, fue capaz de generar un prólogo de Bruno Rosario Candelier, presidente de La Real Academia de la Lengua del patio y de los traspatios.

    Fui testigo de excepción de un gesto extravagante, irreflexivo, momentáneo y alesionador del galeno, poeta, ganadero y colono.

    Tenía una cita a cenar con un presidente de la República, pero estaba reunido con un grupo de delirantes poetas donde solo uno de ellos había pisado las escalinatas del Palacio Nacional sin importarle este mérito a los demás portaliras.

   Con una intuición bíblica basada en el Nuevo Testamento, inspirado en el humilde Jesús, canceló la cita presidencial sin llamar siquiera y se quedó con los poetas escuchando y recitando odas.

   Este gesto fue suficiente para que el autor de Poema para un olvido y Las garzas del batey no tienen apellidos, habitara en el corazón del ensueño y de la dignidad por un tiempo indefinido.

    Es José López Larache, médico de los costosos zapatos, pero también de los descalzos pacientes, y en él la vida adquiere la dimensión de una sencillez, la trascendencia del servicio y los fulgores de la utilidad salvadora.

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