POR DENIS MOTA ÁLVAREZ / Enrique Pérez y Pérez: “ha muerto de muerte natural”

POR DENIS MOTA ÁLVAREZ

Una de las más recias e imponentes personalidades militares del siglo pasado, fue sin duda el mayor general de ejército Enrique Pérez y Pérez, el poderoso militar cuya obra y vida llenaron de terror y luto a familias liberales e izquierdistas y a gente común durante los 12 años, 1966-1978, de la dictadura autocrática de Joaquín Balaguer, barbaridades que encresparon al “Comité de madres, esposas y familiares de los muertos y desaparecidos”.

En la luminosidad del alba del pasado viernes 8 de enero, contrariando el refrán de que “El que a hierro mata, a hierro muere” se encerró en el hogar, le ganó la batalla a los años con 97, sin que las atrocidades cometidas contra tantas personas provocaran en él incertidumbre, vivió hasta el final de sus días con la premonición de que moría cuando “Dios me necesite”, muerte elemental y simple a la que solo deberían tener derecho quienes han transitado con decoro por la vida.

La noticia de la muerte de Pérez y Pérez no conmovió —a todo lo largo y ancho de la República— a nadie, ni a sus camarillas, porque ya han muerto, ni a los matones de entonces, aprendices de bandoleros colorados, sepultureros de jóvenes en cunetas, a unos cuantos “izquierdistas” venidos a menos, a los periodistas exsocios y asiduos a las tertulias de los sábados por la tarde y a algún que otro abogado y notario, retirados. No hubo lágrimas.

Hay dolores que no perimen. Seguir viviendo es una obligación a las que los padres no pueden renunciar en aras de sacar a camino a los otros hijos. Lo digo por lo que aconteció en la madrugada del 9 de octubre de 1971 en el barrio 27 de Febrero, cuando una patrulla parapolicial asaltó a cinco jóvenes, justamente cuando regresaban de un colmado donde compraron velas para colocarlas en el ataúd del velatorio de uno de los miembros del Club Héctor J. Díaz, aquel secuestro conmovió al país y más allá de nuestra fronteras, cuando más tarde los cuerpos mutilados de Radhamés Peláez Tejeda, Rubén Darío Sandoval, Víctor Fernando Checo, Reyes Florentino Santana y Gerardo Bautista Gómez aparecieron cobardemente asesinados por el “Frente Democrático Anticomunista y Antiterrorista”, que la población bautizó como “La Banda Colorá”.

Bajo la jefatura de Pérez y Pérez, en calidad de jefe de la Policía Nacional, fue cuando se creó el “Frente Democrático Anticomunista y Antiterrorista”. La hermana de la Banda Colorá fue la Fundación Cruzada del Amor, bajo la dirección política de Emma Balaguer, para impulsar una política de clientelismo hacia los pobres. Obviamente que Balaguer la organizó para dar una imagen buena del gobierno, en los ámbitos nacional e internacional.

Durante ese período, en toda América Latina operaban grupos criminales dirigidos por generales que actuaban orientados por la CIA y el Grupo Consultivo y Asesoramiento Militar (MAAG). Pérez y Pérez cautivó al embajador Bennett al punto de que, el 16 de marzo de 1966, envió un mensaje a Washington describiéndolo como un “profesional militar” con “habilidades”.

El “Frente Democrático Anticomunista y Antiterrorista”, integrado por lúmpenes, algunos vinculados a lo peor de la izquierda de entonces, operaba bajo el liderato político del joven antes “izquierdista” Ramón Pérez Martínez, alias Macorís y el brazo armado lo fue el teniente policial Oscar Núñez Peña, quien a raíz de la disolución del frente terrorista —para acallar a los sectores sensatos y conservadores, que se sintieron amenazados con aquel horrendo crimen—, el oficial, como en una novela negra, “se suicidó”, dándose un tiro por la boca, para no contar los horrorosos crímenes, prohijados junto a Macorís y bajo las órdenes del coronel Luis Arturo Arzeno Regalado y el mayor Caonabo Reinoso Rosario, jefe y subjefe del Servicio Secreto de la Policía Nacional, mentes perversas al servicio de este tiranuelo aldeano.

El mayor general Pérez y Pérez murió en medio de la pandemia del Covid-19, y el entierro fue discreto como los años de retiro en su hogar; no fue un militar nada más, pero nada menos, fue lo que quiso ser: un hombre duro y despiadado con quienes consideró sus enemigos. ¡Dios sabrá qué hacer con su alma!

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