SUSAN WILLIAMS / Esposa de Robin Williams cuenta la dolorosa y triste historia del suicidio del famoso actor

POR SUSAN WILLIAMS / ESPOSA

Conocí a Robin Wi­lliams en la Apple Store de Corte Madera, Califor­nia, en octubre de 2007. Mientras me dirigía a la parte de atrás de la tienda, vi a una persona vestida con ro­pas de camuflaje, con gorra y gafas de sol. Estaba mirándo­me con una amplia sonrisa. Le devolví la sonrisa y seguí. Hice mis compras y, al salir, miré de nuevo al hombre con las pren­das de camuflaje. Intercambia­mos sonrisas otra vez. Algo en mi interior me animó a salu­darlo.

– ¿Cómo le va con ese camu­flaje? pregunté.

•No muy bien-, respondió

– Vaya, pues lo siento.

– No lo sienta. Me ha encon­trado.

Fuimos andando juntos por el centro comercial, hablando du­rante unos 15 minutos. Descu­brimos que los dos estábamos recuperándonos del alcoholis­mo y la adicción a las drogas. Él llevaba 20 años sin beber, pero había tenido que someterse a un programa de desintoxicación. Ahora estaba siguiendo el pro­grama de los 12 pasos con un mentor y asistiendo a reuniones de grupo. Le hablé de otro gru­po local al que yo iba los martes. Cuando le confesé que llevaba 23 años sin beber una sola go­ta, se quedó impresionado. Va­rias veces me dijo que mi cara le sonaba. Le dije que la suya tam­bién, lo que no era raro porque sus películas estaban por todas partes.

 Un pasado de alcohol y antidepresivos
El grupo donde seguía el progra­ma de los 12 pasos se convirtió en nuestro lugar de encuentro sema­nal. Robin no tenía reparos en re­latar sus vivencias y me ayudaba cuando yo contaba las mías. Te­nía un mentor y él a su vez hacía de mentor de otra persona. Cuan­do murió, Robin era abstemio, no tomaba psicotrópicos y llevaba ocho años sin hacerlo.

Habló con una psiquiatra pa­ra que lo ayudara a dejar el fár­maco. Durante los siguientes seis años no tomó antidepresivos.

La boda y una confesión


Nos casamos el 22 de octubre de 2011. Un año más tarde, la con­ducta de Robin empezó a cam­biar.Ahora entiendo que estaba empezando a dar mayores mues­tras de miedo y ansiedad que de costumbre. Pasaba menos tiem­po charlando con los demás acto­res entre bastidores. Le resultaba más difícil liberarse de sus temo­res, por lo general centrados en sus interacciones con los otros.

  • Hacia octubre de 2013, en su vida privada y sin que la opinión pública lo supiera, empezaron a aparecer síntomas de toda cla­se: estreñimiento, dificultad uri­naria, acidez de estómago, pro­blemas de visión, insomnio, paranoia, reducción en la capa­cidad olfativa, ansiedad, fluctua­ciones cognitivas, problemas para expresarse, temblores en la mano

 izquierda, andares torpes, inexpre­sividad en el rostro, debilidad en la voz, depresión, problemas de me­moria, ideas delirantes…

Empezaron las paranoias
Poco antes del final del rodaje de la teleserie The crazy ones, Robin vino a casa a descansar un poco. Corría febrero de 2014. Teníamos previs­to ir a la fiesta de cumpleaños de un amigo, pero le resultaba imposible. Con el rostro bañado en lágrimas, me dijo: “Hay algo dentro de mí que funciona terriblemente mal”.

Dos meses más tarde, Robin su­frió un ataque de pánico. Estaba en Vancouver en un rodaje. Tenía problemas para recordar una frase del diálogo. Estamos hablando de un intérprete genial que, tres años atrás, se enfrentaba a dos represen­taciones teatrales diarias sin ningún problema. Me dijo que lo que nece­sitaba era “un reformateado com­pleto de mi cerebro”. Estaba harto de todo.

Cuando regresó, dos semanas después, su llegada se convirtió en un Boeing 747 tomando tierra sin tren de aterrizaje. Días más tarde, fuimos a la cena de cumpleaños de un buen amigo, el humorista Mort Sahl. De vuelta en casa, Robin fue presa de una paranoia incesante. Es­taba convencido de que Mort se en­contraba en peligro.

  • Seguimos con las rutinarias visi­tas a los médicos. Los especialistas analizaron sus ganglios linfáticos. Le hicieron un escaneado cerebral para detectar un posible tumor de la glándula pituitaria. Un cardió­logo le examinó el corazón. Todas las pruebas dieron negativo, con la salvedad de unos altos niveles de hidrocortisona, indicador del es­trés. Llegamos a la conclusión de que, si el problema no era de or­den fisiológico, había que aceptar que era de tipo mental.

El 28 de mayo, los médicos le diagnosticaron la enfermedad de Parkinson. Nos explicaron que mu­chas personas tienen párkinson y llevan unas vidas perfectamente normales una vez que se han acos­tumbrado a la medicación. Pero ha­bía algo que seguía sin encajar.

Por las noches, Robin se agita­ba en la cama. Ya no podíamos dormir abrazados. Si teníamos suerte, descansábamos un par de horas, hasta que empezaba a revolverse otra vez y termina­ba por levantarse. Lo normal era que permaneciese despierto y con ganas de hablar. Sufría mie­dos o paranoias, sobre los que conversábamos largo rato hasta que se calmaba un poco.

Robin ha perdido la chaveta
En junio ingresó en el Dan An­derson Renewal Center, en Min­nesota, un centro especializado en personas que han dejado las drogas y el alcohol pero siguen en recuperación. Robin se dedi­có a la meditación y al yoga.

Cuando volvió a casa, me sen­tí muy feliz al verlo otra vez en­tusiasmado con las cosas. A pe­sar de su enfermedad, el verano transcurrió feliz: recorridos en bici, barbacoas, cenas con fami­liares y amigos, meditación, yo­ga… Así fue todo, hasta que de pronto se dieron varios síntomas a la vez.

Se quedaba paralizado
La mañana del 24 de julio, yo es­taba en la ducha. Vi que Robin tenía la mirada fija en el espejo. En la cabeza tenía un corte pro­fundo. Había mucha sangre, y eso que yo tan solo había estado unos momentos en la ducha.

-“¿Qué ha pasado? ¿Cómo te has hecho eso?”.

No parecía tener ganas de res­ponderme. Robin señaló la puer­ta del cuarto de baño.

-“¿Te has dado en la cabe­za?”. Asintió.

-“¿Te has dado un cabezazo contra la puerta?”.

No respondió. Señaló el pun­to donde se había dado contra la puerta. La madera estaba abo­llada. Cuando volví a preguntar­le por qué había hecho algo así, se limitó a decir: “He calculado mal”.

Estaba aterrorizada. No sé qué me daba más miedo: lo que acababa de hacerse a sí mismo o que no pareciera darle mayor importancia. Su rostro era inex­presivo.

Robin se sentía rabioso consi­go mismo, por la paranoia y los miedos incontrolables, que, por ejemplo, lo llevaban a entrar en una habitación y quedarse para­lizado. Estaba harto de ser inca­paz de hablar o moverse durante unos segundos.

Noches sin dormir
La mañana del domingo 3 de agosto me sentía muy angus­tiada tras haber pasado la ma­yor parte de la noche con Ro­bin. Yo apenas había podido dormir una hora y Robin no había pegado ojo. Sentada a su lado en la mesa del desayuno, llamé a su secretaria y le pedí que avisara al médico. Necesi­tábamos ayuda.

  • Sentado a la mesa, Robin ape­nas respondía. Estaba sumido en la oscuridad más profunda. Uno de sus psiquiatras llamó a los pocos minutos. Llorando por la impotencia, le expliqué: “Sien­to como si mi marido se desin­tegrara ante mis ojos, sin que yo pueda hacer nada”.

Ese recuerdo me rompe el corazon
El domingo transcurrió con nor­malidad. Robin se marchó a re­unirse con su nuevo mentor, y yo me quedé en casa pintando un cuadro. A última hora de la tarde estuvimos conversando. Recuerdo que parecía caminar con algo más de dinamismo. Hacía tiempo que no lo veía con aspecto de estar mejorando.

Serían casi las diez de la no­che y me preparé para acostar­me. Se ofreció a hacerme otro masaje en los pies, pero le dije: “No, esta noche no hace falta. Pero muchas gracias”. Me miró con cierta tristeza, y el recuerdo hoy me rompe el corazón.

Como siempre, nos despedi­mos diciéndonos: “Buenas no­ches, amor mío”. De pronto re­apareció y fue a su despacho. Salió con el iPad en la mano y tuve la impresión de que estaba interesado en leer algo.

-“Buenas noches”, me dijo esta vez.

-“Buenas noches”, respondí.

Llegó el lunes 11 de agos­to de 2014. Empecé el día con tranquilidad. Me alegraba de que Robin por fin fuera capaz de dormir un poco. Estaba es­perando a que se levantara, pa­ra meditar un rato a su lado. Me quedé en la sala tanto tiempo como pude, esperando a que sa­liera de la habitación, pero tenía una reunión. La secretaria de Robin se presentó y me pregun­tó qué tal había ido el fin de se­mana: “Creo que mi marido es­tá mejorando”, dije.

Ahora sé que Robin ese fin de semana seguía siendo presa de miedos, ideas delirantes y para­noia, pero ya no me lo decía. En su lugar llamaba por teléfono o enviaba mensajes en secreto a otras personas, para aislarme de sus problemas mentales.

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