POR JULIO JOEL GARCÍA / Presentación del poemario “Todos los mares un verso”
POR JULIO JOEL GARCÍA
Quiero aprovechar esta feliz oportunidad para reflexionar acerca del oficio del poeta, un oficio profundamente humano, un canto que refleja nuestro íntimo sentir. Estoy hablando de una manifestación artística por medio del lenguaje que ayuda a vencer el miedo y el olvido.
Debo destacar que quienes cultivan la poesía elaboran textos que resignifican la vida y alumbran el corazón de los lectores. El hacedor de versos, para darle forma a sus artefactos, escoge palabras que contempla, mide, saborea, siente su hondura de mar o la belleza y verdor de los pequeños bosques que ellas van formando.
Al referirse a las palabras, joyas para el creador, Pablo Neruda expresa: «Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra…». De este fragmento se deduce que la creación poética consiste en apropiarse de los signos que pueden transmitir el fuego o la música de nuestros ríos interiores.
Es preciso decir que los poemas se convierten en una casa con ventanas abiertas donde el lector observa los anhelos, los recuerdos, las tardes, la infancia y los amores del sujeto creador. El texto lírico como arquitectura es un regalo, un jardín para abrazar al prójimo con los colores de nuestra existencia. El poema busca la hermosura del rayo, viaja como la mariposa pintando la risa del viento, es un beso breve donde juegan a ser invencibles los amaneceres. Hacer versos no solo es inspiración, muchas veces es pasar horas frente a la hoja en blanco para darle la mejor forma posible a nuestro cosmos. En otras palabras, el poema puede llegar por su propia voluntad, pero también es necesario buscarlo, sentir su musicalidad y corregirlo. En este mismo sentido, el poeta Luis García Montero, en una entrevista periodística titulada «Cuando la poesía suena a falso es necesario cambiar o callar», publicada en julio de 2017, expresa:
«…conviene mucho leer con atención lo escrito, y corregirlo mucho, a la mañana siguiente. Los buenos poemas se escriben con la cabeza fría, como ejercicio de conocimiento. La tradición romántica de las verdades espontáneas resulta peligrosa. En arte, la verdad es un punto de llegada, no de partida. Hay que controlar cada palabra que uno escribe, incluso cuando se quiere crear una sensación de irrealidad o de irracionalidad».
Dicho de otra manera, el texto poético debe ser vigilado y requiere de paciencia y perseverancia. Además, no podríamos elaborar diamantes verbales si no somos buenos lectores. Es necesario calentarnos con el fuego dulce que han inventado otros poetas.
Debo agregar que hacemos poesía para encontrarnos en sus espejos, ampliar el territorio de los sueños y la imaginación; también para que nuestro mundo alcance una mayor estatura espiritual. Con ella defendemos la dignidad humana, arrojamos luz cuando el poder nos oscurece, buscamos con su canto que se multipliquen los puentes de la solidaridad y del amor.
En relación con lo anterior, el poeta Balam Rodrigo (2017) dice:
«La poesía en su vocación fundamental de arte –por tanto, humanizadora— es necesaria en este siglo en el que muchos seres humanos pierden la capacidad de asombro, así como la capacidad de imaginar y soñar, elementos esenciales que nos alejan de los instintos básicos y nos vuelven seres mucho más sensibles, mucho más humanos, menos mecanizados y fanatizados».
Es decir, el discurso poético nos invita a celebrar los distintos vuelos de la vida, a encender lámparas en las calles del corazón para tejer las alas de la esperanza y la fraternidad.
Por último, hacemos poesía porque regresamos al niño que fuimos, por la primavera que se nos fugó de las manos, porque somos hijos de un tiempo que nos canta y nos devora.
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