Coartada, el poema, o un poemario que trenza una cuerda ácida

Por Belié Beltrán

El delito es el poema, el argumento del delito es el poema.
Alexis Gómez Rosa

I

A los 65 años pasan muchas cosas, dice uno de los poemas del libro, COARTADA, el poema, del poeta Alexis Gómez Rosa. Una de ellas es el miedo a repetirse en la poesía, y otra es esa zona de derrumbes en la que se convierte el cuerpo y de la que tanto ha hablado  Margo Glantz.

Con estas dos ideas  revoloteando sobre el texto, Gómez Rosa construye un escenario que trenza tres hilos. Por un lado los aforismos sobre la función del  poeta, el par ordenado que ocupa en un plano cartesiano el que las distancias se miden tomando en cuenta el lenguaje y la  caída libre de la realidad objetiva a su alrededor.

El poeta tiene la mirada teñida de ocre, una suerte de pesimismo ingenuo que le hace preguntarse por lo que percibe al son de los dos principios de Ezra Pound: musicalidad e imagen. Por lo que hasta cierto punto COARTADA, el poema, busca  responder a esa vieja visión de William Carlos Williams, Pound, Lezama Lima, Manuel Del Cabral y Lorca. Un ajiaco de ojeadas poéticas que dan paso al siguiente elemento del libro.

Historias de hombres y mujeres ahogándose en la nostalgia. Mejor dicho, saliendo a escenas como crónicas de tabloides que sirven de coartada a la vista añosa  en los que el poeta vivió con nada como para contradecir el  vacío existencial y construir una poética del malditismo, lo barriobajero de culto, como si una lengua rasposa de bandoneón, requinto o aguardiente barriera el barro fundador de Adán. Es decir, el pasado duele en el presente…

Entonces el tercer hilo de la trenza: un tufillo a político, a aclamídea o clámide ministerial.  Así, entre aliteraciones y metáforas, discurre una copiosa expresión de desencanto similar a la sangre que brotó del rostro de Edgard Paiewonsky Conde en el duelo que describe el poeta una tarde del Central Park de New York. Contrincante del poeta dominicano el boricua Iván Silén.

II

En la  década de los 70 Roman Polanski  hizo una película llamada Chinatown. En el film, Jack Nicholson representa un detective privado de dudosa ética. El detective se mezcla con la mujer de un tipo al que han asesinado y se mueve con ella en un Packard para demostrar la razón del crimen. El Packard va y viene por la ciudad, a veces con el detective, a veces seguido por él. Parece una gran metáfora de un caballo de muerte.

Me jugaré en una palabra la cabeza para llenar

esta página de vida. (p. 79).

Contrario a lo corrosivo de las imágenes y el lenguaje, COARTADA, el poema, es un libro vivo. Se abre paso despacio, como abriendo los brazos en un largo bostezo, entre las páginas de variado registro.

De un periquete abre fuego contra las políticas culturales,  se atrinchera en las atalayas por las  que se conoce a Gómez Rosa en las calles de Santo Domingo, armando su aquelarre. Después avanza hacia la reflexión, hasta  llegar al momento que ya se ha citado en el que dice que a los 65 años, entre enfermedades y obsesiones temáticas, no puede permitirse el uso en abuso de  repetirse en el poema.

Para entonces ya un Packard ha recorrido algún verso encaminándose al delito del poema. Y aunque su carrocería pasa solo en principio, la huida continúa por todo el poemario llevándose por delante la estética de los años ochenta y el sonsonete de jazz y lenguaje de inmigrante latino en el Nueva York de los 70, cuando emular a los gánsteres de Coppola en el hablar era casi como decir «soy poeta y mato  en el intento».

Al final de COARTADA queda la sensación de vacío que deja Chinatown cuando Jack Nicholson se va por las calles del Barrio Chino después de decir que se repite la historia. El Packard, en la película y en  algún  lugar de COARTADA, está estrellado con  un disparo  atravesando el ojo del conductor.

Y la impunidad yéndose por ahí a los carrandales, a buscarse una mala y a beberse hasta las cuerdas de la guitarra con el mismo tipo que vuelca imágenes barrocas sobre las páginas. El mismo  sujeto que dice lo puedo decir porque yo estuve ahí, donde se rasca el puerco en javilla, y huele a banco sin fondos (p. 19).

Y esa es su  coartada, que estuvo ahí, con los que esperaron una malandra en las noches cabareteras, que anduvo por los pasillos de los ministerios y que ha recalado en todos los niveles. Por eso puede lanzar el  último aforismo del libro,  cuando el choque del Packard ha puesto en marcha el eterno retorno, entonces el poeta lanzó a la mesa la carta de la rueda de la fortuna:

Lector, yo soy tu espejo y tú, mi literatura (p. 208).

Así se cierran en un cordón que podría servir de cíngulo al alba de un cura, los tres hilos estilísticos que componen este libro. Cada hebra fue apareciendo sola,  dirigiéndose rápida a un punto de fuga en el que pudieran anudarse.

Allí se amanceban la experiencia de las mujeres de la calle con el cuchillo en la boca, la  presencia del poeta como punto cartesiano y la hemorragia política del patio. Los hilos aprietan una trenza que con algo de suerte serviría de fusta para arrear funcionarios públicos:

 

Se ha llenado el barrio de locos,

de naturaleza variopinta,

intentando todos, ponerle el cascabel al gato.

 

Seguramente

llegaron a una hora dormida,

al centro de plaza,

porque me denuncian

(me denunciaron),

los farsantes de la poesía

bonita y filosófica,

los atrabiliarios del DNI,

uniformados de poetas con nombres

de un sólo género gramatical,

quienes me acusan

de anarquista. (p. 187).

 

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