Todo el que se va a morir se alienta
Eran la seis de la tarde, el día transcurrió tranquilo, nada fuera de lo normal. Zeneyda, mi hermana, levantó la cabeza y preguntó, ¿quieren hacer una sopita boba? Austria, mi otra hermana respondió positivamente. Yo por mi parte le dije, vamos a ponerle un “chin” de carne de pecho de res para que no sea tan boba, y así se hizo. Zeneyda, que tenía varios días de poco comer, esa fatídica noche consumió abundante caldo.
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Zeneyda, era la mayor de mis hermanas después de Nilva. Aunque ella vivió enferma casi toda su existencia, tenía un deseo de vivir como ninguna otra persona. Sufría de artritis, desviación en las rodillas, y la columna vertebral. También, padecía miopía crónica y tenía problemas respiratorios acompañados de algunos males digestivos y gástricos. La lista es larga, mejor la dejo hasta ahí para no cansar.
A su pesar, Zeneyda practicaba ejercicios estacionarios para controlar su propensión a engordar. Tenía una bicicleta estacionaria, misma que ahora es utilizada por varios miembros de la familia, principalmente mi sobrino Gregory.
Aunque la sopa no la preparó ella, Zeneyda cocinaba “bueniiiisimo” y desde su asiento, donde estuvo postrada los últimos meses de vida, ella supervisaba la cocina. Era frecuente escucharla preguntar, cuántos dientes de ajo majaste, échale los dos ajíes y todo el “recaito” junto al apio.
Todas las mañanas, Zeneyda hacia la lista para comprar en el colmado. Francisco, el “colmadero”, la conocía por su peculiar forma de ordenar los productos de su preferencia. Las órdenes de compra de ella decían:
— Mándeme una cebolla grande; una berenjena grande; un ají grande; 20 pesos de “recao”, apio y cilantro que sean bonitos –, escribía Zeneyda.
El propietario del colmado decía “a Zeneyda todo le gusta grande y bonito”, ella en cambio, afirmaba que “si no aclaraba como quería la mercancía, en el colmado le enviaban lo peor para salir de eso”. En ocasiones, cuando las mercancías del colmado eran pequeñas y de aspecto feo, Francisco se resistía a enviársela a Zeneyda, por temor a que fueran devueltas.
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En mi casa, es costumbre que cuando se hacen caldos para cenar, al día siguiente casi todos desayunamos con el que quedó de la noche anterior. Así pues, cuando Zeneyda concluyó su degustación le pregunté, ¿Zeneyda, quieres que te guarde un poco para el desayuno de mañana? Su respuesta fue categórica.
— ¡No!, yo no quiero desayunar con sopa –, afirmó y se fue a acostar.
Eran las 8:30 de la mañana y Zeneyda no se había levantado ni dado visos de estar despierta, cosa poco común en ella. Austria se apresuró a llamarla, — Zeneyda, Zeneyda, Zeneyda –, clamaba Austria.
Poco conforme, Austria entró a la habitación y la zarandeó, luego tomó su mano izquierda que colgaba de la cama al piso, entonces exclamo:
— ¡Miguel Ángel!, ven a ver, Zeneyda está “friiita” –, dijo.
Yo entré más calmado, levante su mano y traté de tomar su pulso. Al no sentir ningún movimiento le dije a Austria, ve y dile a Wilfredo que venga para que la examine. Wilfredo es médico, esposo de Nilva y vive en el frente de mi casa, él está capacitado profesionalmente para hacer un diagnóstico y de paso la tensión disminuye.
El doctor Wilfredo Almonte levantó, igual como hice yo, la mano izquierda de Zeneyda, tomó su pulso, guardo silencio unos segundos, que me parecieron horas, y exclamó.
— ¡Oh, pero Zeneyda está muerta, como ustedes no se dieron cuenta! –, Wilfredo siguió sin caer en la cuenta de que yo estaba “matando el tiempo”.
— Y tan animada que estaba ella anoche, comió mucha sopa, por eso es que la gente dice que “todo el que se va a morir se alienta” –, rezó Austria entre sollozos.
Luego vino todo el ritual típico de la muerte.
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